CAMALEÓN

Por Alfredo Bielma Viilanueva

Ni duda cabe que en materia de corrupción circula la fama de México en los confines del orbe; en cuanto a nuestra incipiente democracia, así fuera la mejor acabada, tiene su explicación en la forma del ser social, es decir, no es completa o cojea por sí misma, pues debe su forma y fondo al grado de madurez ciudadana, de cuya participación se nutre. El menos convencido de los nihilistas encontraría en nuestro país incontrastables pruebas de la escasa vigencia de los valores en el ámbito político.

¿Por qué en México producimos políticos corruptos en cantidades industriales, con un ritmo de producción en serie? Pecaríamos de inocentes, si lo concibiéramos como un fenómeno nuevo en nuestro país, porque nos viene de nación, es decir, 500 años nos contemplan. Pero en nuestro despertar nos percatamos que ese fenómeno provoca daño colectivo, pues reduce calidad de vida a la sociedad, y la globalización mundial avisa que otros países nos contemplan y se resisten a aceptarnos si al menos no combatimos la lacra de la corrupción. Y en eso estamos.

Después de la “Renovación Moral de la Sociedad”, postulada como slogan de campaña por Miguel de la Madrid en 1982 y ya como gobierno resultara toda una desilusión que confirmaría aquello de “la corrupción somos todos” del régimen de López Portillo (1976-1982), se formularon tímidos avances contra la corrupción, pero se estancó porque la clase política-en el gobierno y en la oposición- juegan unos a no perder y otros a ver qué sacan, aquello del Fobaproa es constancia histórica de uno de los grandes asaltos a la sociedad mexicana.

De todo ha quedado registro histórico, también que el pueblo ha pagado puntualmente.

Ahora hemos dado un paso adelante al crear el Sistema Nacional Anticorrupción, integrado por siete órganos públicos: la Función Pública, que sustituyó a la Contraloría, la Auditoría Superior de la Federación, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai), el Tribunal de Justicia Administrativa, el Consejo de la Judicatura Federal, la Fiscalía especializada en delitos electorales y la sociedad civil, su nombre es inherente a su encomienda y como es fácil de suponer tendrá mucho trabajo: investigar y poner tras las rejas a quienes debiendo servir se han servido del dinero público.

Pero aún existen trabas institucionales que resisten la acometida, lo define bien la presidenta del Comité de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción, Jaqueline Peschard, al subrayar “el muy deficiente sistema de justicia y el pacto de impunidad entre los actores políticos”, como uno de los obstáculos en la lucha contra la corrupción; tal diagnóstico incluye casos como la protección a diputados para no perder el fuero en que se cobijan. Quedan inercias por vencer.

Pero hablamos también de democracia y la calificamos como si se tratara de un ente al margen del contexto social, cuando es producto y reflejo de éste. ¿Qué democracia resulta si en un informe de gobierno, como el quinto de Duarte de Ochoa, este repite hasta la saciedad “Veracruz ya cambió” y recibe a cambio atronadores aplausos de la “selecta” concurrencia? ¿Qué voz se levantó para increpar al político corrupto, mentiroso y falto de escrúpulos? En teoría ponemos en alto sitial la rendición de cuentas y la transparencia, son importantes elementos en una democracia que se respete, pero en los hechos la baja concepción de nuestros valores lo reduce a polvo.

En un país subdesarrollado como el nuestro, con política y políticos  tercermundistas, es “natural” que sus actores aprovechen oportunidades propicias para enriquecerse a cargo de los demás, para en su momento negar lo innegable y aducir inocencia aun cuando la evidencia condena. De allí el nihilismo en nuestro entorno, franca conciencia sobre valores inexistentes; se comprueba en la forma cómo enfrentan socialmente las acusaciones aquellos indiciados por la sociedad y la fiscalía mientras cabildean para evitar la cárcel y devolver lo usurpado.

Unos acuden al expediente de mentir en abierto desprecio a la inteligencia ajena, como Tarek Abdalá, a quien la justicia veracruzana busca para que explique sobre 23 mil millones de pesos desaparecidos del erario, pero en su declaración de bienes asienta que no posee patrimonio cuantioso y sus cuentas bancarias (97 mil pesos) apenas le alcanzarían para pagar un abogado de media pinta. Otros, como Silva Ramos y Audirac, con supina torpeza reparten la culpa de lo que se les atribuye con esfuerzos rayanos en fingida ternura.

Pero ese ha sido el “Gran legado” del otro gran farsante, después de su desbaratado mandato, Javier Duarte de Ochoa: “Modernizaré Veracruz”, “será mi gran legado”, “Veracruz ya cambió”. Sin duda, para los veracruzanos el patético fenómeno político que conocemos como Fidelidad- duartismo ha sido una experiencia histórica de la cual debemos aprender y evitar su repetición en nuestro suelo; la manera más práctica es extraer algo positivo de este lamentable periodo veracruzano y tomar conciencia de la necesidad de depurar la clase política veracruzana, engendrada en partidos cuya única aspiración es el poder sin importar el beneficio colectivo. A los gobernantes hay que exigirles, exprimirlos, porque para eso se alquilaron, bueno, eso dicen cuando andan en campaña.

alfredobielmav@nullhotmail.com

28- octubre- 2017