El  maestre habla
Por Joel Hurtado
Voltaire marca un acontecimiento de primera importancia en la historia del humanismo europeo. Sin embargo, es preciso decirlo, si él ha ejercido en los dominios más variados de la literatura, no ha podido hacerse valer en ninguno. Es Diderot -el más lúcido de sus colaboradores- quien decía: “Este hombre, no es sino el segundo en todos los géneros”. Fréron, su adversario, tenía a su respecto un juicio idéntico: “Yo no creo que sea posible tener más talento que el señor Voltaire. El es tal vez el primero que, a fuerza de talento, ha podido pasar por genio”.
Preocupado por la poesía, tanto como por los placeres, rimó unos versos desvergonzados que le valieron una primera estancia en la prisión de la Bastilla. Un hombre de letras, pensaba, no puede conquistar la gloria más que por una tragedia. Voltaire hizo representar entonces Edipo en el Teatro Francés en 1718. Para consagrar su reputación, emprendió de inmediato una epopeya, La Henriada. Cuando ésta aparece en 1773, Voltaire es consagrado gran hombre. El aprovecha para deslizarse en la Corte, donde gusta a la Reina y va emparejado con los más grandes Señores. Pero, el Caballero de Rohan, a quien había empujado en los bancos del teatro, lo hace bastonear públicamente, después, como Voltaire gritaba un poco fuerte, es encerrado en la Bastilla. El prisionero no puede salir sino prometiendo cruzar a Inglaterra. Ese fue el acontecimiento “providencial” que iba a abrirle todo un nuevo mundo.
Más que por el aspecto político, económico y burgués, es por el lado filosófico y religioso que la vida inglesa retuvo la atención del visitante francés. Ahí tomó nítidamente conciencia de aquello que podría llamarse el motivo central y obsesivo de toda la polémica volteriana, a saber, la guerra declarada a todas las formas y manifestaciones del fanatismo religioso.
Entre las manifestaciones de esta libre expansión de la vida religiosa en Inglaterra, hay una que produjo sobre su pensamiento una impresión particularmente profunda, a saber, la secta de los Cuáqueros (Quakers). Considerándose un retoño directo de la primitiva comunidad cristiana, esa secta no solamente vivía aparte de todo dogma enseñado oficialmente, de toda jerarquía u organización clerical, sino que inclusive rechazaba reconocer cierto número de instituciones políticas o jurídicas que estimaba contrarias al espíritu del Evangelio, tales como el recurso a los tribunales, la prestación de juramento, el servicio en el ejército. Pero aquello que atraía más aún la simpatía de Voltaire por esta secta era su anti-dogmatismo -en términos más modernos su anticlericalismo- que remplazaba el culto por un llamado continuo a la libre inspiración individual. Desgraciadamente su error, a sus ojos, era el de querer a todo precio permanecer como una “secta” cerrada, aparte de la sociedad en la cual ella vivía, y el rechazar su adhesión a las nuevas luces traídas por la filosofía.
Ya que la filosofía-Voltaire estaba cada vez más convencido- es también el privilegio si no de una secta, al menos de una ínfima minoría. “Dividid el género humano en veinte partes”, declaraba, “hay diecinueve compuestas de aquellos que trabajan con sus manos y que no sabrán jamás que existe en el mundo un filósofo llamado Locke. ¿Cuántos hombres que lean se encontrarán en la parte número veinte? Y entre esos mismos hay veinte que leen novelas contra uno que estudia la filosofía. El número de aquellos que piensan es infinitamente pequeño y, a esos, no les vendrá jamás la idea de turbar el mundo”.
El siglo de Voltaire será pues “el siglo de la filosofía”. Pero ¿de qué filosofía se trata? Voltaire quiere ante todo despejar los resultados positivos recogidos durante esos años de observación pasados al otro lado de la Mancha. Aquello que sorprende aquí aún, es la ventaja tomada por los filósofos y los sabios ingleses sobre sus colegas franceses. Aquello que él reprocha a los últimos -y sobre todo a Descartes- es esta filosofía puramente geométrica que se contenta con “aclarar” el pensamiento a la luz del razonamiento sin llegar jamás a un sistema verdaderamente explicativo y constructivo del mundo. Se ha encontrado un hombre en Inglaterra, Newton, que desvela de pronto horizontes aún inexplorados, a continuación de una iluminación resplandeciente. Un día él se paseaba en su jardín, cuando vio de repente caer un fruto de un árbol y esta caída le despertó de inmediato la idea de una “gravitación universal” por la cual debían explicarse los movimientos de los astros.
Aquello que Voltaire trata ante todo de poner a la luz es la admirable atención con la cual el público inglés ha seguido y acogido ese descubrimiento que golpeaba frontalmente las viejas concepciones bíblicas sobre la antigüedad del mundo.
A este respecto, Juan Eduardo Spenlé, escribe (“Voltaire y el Siglo de las Luces”): “Y esto nos trae al problema central del pensamiento filosófico de Voltaire. Si todas estas exploraciones, descubrimientos y explicaciones nuevas de la ciencia están reservadas a una ínfima “élite” y permanecerán siempre como misterios impenetrables a la inmensa mayoría de los hombres, cual será el dominio propio de la filosofía? Queda confinada al interior de un cenáculo de iniciados, los únicos que comprenderán el lenguaje? O bien, no será llevada a crearse medios de difusión -incluso de vulgarización- que bajo una forma más o menos simplificada y arreglada, la harán accesible a un gran público? Frente a este poder del oscurantismo sistemático que representa el fanatismo religioso, tan poderosamente explotado por la Iglesia, no convendría organizar una propaganda en sentido inverso que, por lo menos, paralizaría esa fuerza enemiga, armada de tan temibles amenazas o de tan falaces promesas? He ahí el problema que, más y más, orientará en adelante la actividad del filósofo”.
En 1760, Voltaire se instaló en Ferney, el Voltaire de los últimos años fue llamado “el Rey Voltaire”. Acantonado con su Corte, renovada sin cesar, está en perpetuas conversaciones con sus vecinos inmediatos de la República de Ginebra, a quienes escandalizó por sus aires de gran señor y por las representaciones teatrales organizadas con gran estruendo, a las puertas mismas de la austera y pudibunda ciudad de Calvino.
Como para burlarse de sus vecinos, ha asociado a su persona un jesuita: el Padre Adán, lo cual no le impide mantener correspondencia con Federico II, notorio Franc-Masón. Cuán elocuente en su simplicidad es esa última carta dirigida por el rey filósofo al Rey de Prusia, poco tiempo antes de la muerte del gran Federico:
Es cierto, pues, Señor, que al final los hombres se aclaran y que aquellos que se creen pagados para cegarlos, no son siempre dueños de reventarles los ojos. Gracias sean rendidas a Vuestra Majestad. Vos habéis vencido los prejuicios como a vuestros otros enemigos. Sois vencedor de la superstición y sostén de la libertad germánica. Vivid más largo tiempo que yo, para afirmar los imperios que habéis fundado. Pueda Federico el Grande ser Federico-Inmortal” (París, 1º de abril de 1778).
Cuando apareció el primer volumen de la Enciclopedia, en junio de 1754, Voltaire se encontraba en Berlín y no parece haber prestado gran atención a la invitación un poco ceremoniosa que le enviaban los dos directores, Diderot y d’Alembert.
Diderot ha guardado siempre con respecto a Voltaire un prejuicio desfavorable”, escribe Raynaud Naves en su monografía tan escrupulosamente documentada sobre Voltaire y la Enciclopedia, “el prejuicio del hombre de oficio contra el aficionado, el prejuicio del trabajador contra el inquieto toca-a-todo. Y por su lado Voltaire, considerará siempre a la Enciclopedia como una compilación aburrida, con la actitud desdeñosa del hombre de gusto que quiere interesarse en el trabajo de los obreros, pero que sabe colocarlos en su puesto en la jerarquía literaria. Por otro lado, él mismo había concebido el proyecto de un diccionario filosófico más ligero que debía constituir una especie de manual portátil del hombre honesto”.
Voltaire había adquirido desde hace largo tiempo la convicción de que la inmensa mayoría de los hombres es refractaria a toda independencia de juicio. Él era en el fondo un aristócrata del pensamiento. Así lo ha juzgado más tarde otro representante de la aristocracia intelectual, Federico Nietzsche, quien le ha dedicado su primera gran obra de crítica y análisis moral, tituladaHumano, demasiado humano. Por una maravillosa coincidencia, esta publicación aparecía en el mismo momento de la celebración del centenario de Voltaire, del gran apóstol de la libertad de pensamiento. “Voltaire”, señala a este propósito Nietzsche, “se encontraba en las antípodas de los revolucionarios franceses. El era un gran señor del espíritu, tanto como yo. ‘Aplastad al infame’, he ahí su palabra de orden. Y ésa es también la mía. Sin duda el estado de naturaleza es horrible. El hombre es una bestia de presa. Pero nuestra civilización es una continua victoria lograda sobre esta bestia primitiva”.