CAMALEÓN
Por Alfredo Bielma Villanueva

El hombre reverencia a sus muertos y, en sociedades como la mexicana, destina fechas especiales para rememorarlos, honrarlos y hasta festejarlos de manera colectiva; el significado de los altares va más allá de una costumbre anual fijada en determinadas fechas, implica el sentimiento de un fugaz regreso de quien se fue, es la íntima y colectiva percepción del eterno retorno, un dejar “la mansión del peregrino” para nuevo retorno. Pero, en resumen ¿cuál será el origen de la tradicional festividad conocida como de los fieles difuntos, o de todos los santos? La respuesta se encuentra en los registros de nuestra cultura, en un mundo globalizado se impone el mestizaje cultural y esta tradición se inserta en la Colonia traída de Europa, y ha empezado a rivalizar con el Halloween también de allende nuestras fronteras, pero al final dará paso a un sincretismo en el que se fundirán la tradición nativa con lo llegado de fuera, “la costumbre es reina de todo”, dijo Píndaro en su tiempo.

En el fondo del festejo colectivo a los “muertos” subyace la actitud del hombre respecto de la muerte, su eterna, temida y respetada compañera, no bien entendida debido a la confusa variedad de enseñanzas y orientaciones religiosas y filosóficas cuya influencia infunde miedo irracional. Este tema se aborda en culturas ancestrales que enseñan las diferentes actitudes que el hombre de su tiempo adoptó ante la muerte, de alegría unas, de tristeza otras, según el enfoque que colectivamente se le atribuyera. Para una cultura el nacimiento constituye signos de tristeza porque se arriba a un mundo de difíciles experiencias, para otra, como la nuestra, la muerte produce esos síntomas a causa de la ausencia del ser querido, aunque en aquellas es de alegría porque se reintegra el alma a una dimensión en donde disfrutará la experiencia adquirida.

La costumbre impera cuando hace cultura, el Día de Muertos en gran parte del territorio nacional los panteones lucen atestados, plenos de cempasúchil, aunque ya pocas lágrimas porque el recuerdo y el tiempo son bálsamo que diluye o atenúa el sufrimiento. No solo los “camposantos” lucieron pletóricos de gente, también iglesias en donde se guardan las cenizas de quienes son cremados, una modalidad que progresivamente va ganando adeptos. Y no es “nueva”, por cierto, así lo narra Heródoto un siglo antes de nuestra era: Darío “llamó a los griegos que estaban con él y les preguntó cuánto querían por comerse los cadáveres de sus padres, respondiéndole que por ningún precio lo harían. Llamó después Darío a unos indios llamados Calacias y les preguntó cuánto querían por quemar los cadáveres de sus padres y ellos les suplicaron que no dijera tal blasfemia”. Lo disímbolo de las creencias demuestra el peso de una cultura y confirma el aserto de Píndaro, porque mientras los griegos quemaban a sus muertos, los Calacias se los comían.

En contraste, ni los Persas ni los egipcios acostumbraban quemar cadáveres, pues los primeros tenían al Fuego como un Dios, ¿cómo ofrecerle un cadáver? Y los egipcios embalsamaban a sus muertos para impedir se los comieran los gusanos. (También enseña que la cópula con cadáveres es de tiempos remotos, porque el cadáver de mujeres principales era entregado a los embalsamadores tres o cuatro días después, “para que no se unan con ellas”).

La muerte es referencia humana; escribe Heródoto: para los antiguos egipcios “el alma del hombre es inmortal, al morir el cuerpo entra siempre en otro animal que entonces nace; después que ha recorrido todos los animales terrestres, marinos y volátiles, torna a entrar en un cuerpo humano que está por nacer y cumple ese ciclo en tres mil años…”. No perdían la familiaridad con la muerte, pues en los convites de gente rica acostumbraban tener labrado en madera la imitación de un cadáver para retozar en su torno y exclamar: “mírale, bebe y huelga, que así serás cuando mueras”.

Ese pasaje egipcio trascendió los tiempos y lo encontramos en los romanos cuando al poderoso acompañaba quien le hablaba al oído para recordarle su condición de simple mortal, e impedir la soberbia que da el poder; pero el hombre es hombre y su débil condición lo convierte en víctima propicia de las pasiones.

Está científicamente comprobado que la materia no muere, solo se transforma, entonces ¿dónde está el alma, adónde va cuando cambia de domicilio?

Quizá Séneca nos oriente mejor: “El alma no forma parte de esta masa terrestre que se llama cuerpo; es una emanación de la substancia celestial, y las cosas celestiales, por su naturaleza, están en movimiento continuo… El cuerpo, prisión del alma, se mueve en todos sentidos en continua agitación, él es quien padece las torturas, sobre él se ejercen los suplicios, las persecuciones, las enfermedades. Pero el alma es sagrada, el alma es eterna, el alma es intangible: no alcanza a ella ningún brazo”.

alfredobielmav@nullhotmail.com