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El tipo de educación que nos tocó a todos, digamos, los nacidos hasta 1980, era casi en su totalidad rígido. Pocos profesores nos permitían innovar o usar nuestra creatividad para resolver problemas dentro del aula; no interactuaban con sus estudiantes fuera del salón de clase, más que en casos estrictamente necesarios y siempre relacionados con su materia, sin que importara mucho en ese tiempo aquellos alumnos en riesgo de reprobación; se basaban en la cátedra magistral y lo más importante era lo que pudieses memorizar, más que aquello que lograras comprender.
Los únicos valores que se inculcaban en la escuela eran los cívicos, pues los demás valores debían adquirirse en casa y no eran, como ahora, una responsabilidad más del educador, facilitador o profesor.
Como docente de nivel superior, se debe reconocer, ya, que nuestra labor ha cambiado de aquella que aplicaron mis maestros. Solo que pasamos de un extremo a otro en nuestro objetivo como profesores, lo cual no es algo tan bueno como pudiese parecer.
Resulta que ahora, en vez de docentes o maestros, nos llama facilitadores, algo así como simples revisores de ejercicios de autoaprendizaje dirigido, a través de una programación semestral previa, poco flexible y estandarizada. Lo cuál, a mi parecer, tambien es un enfoque equivocado.
Los profesores debemos cumplir con un programa de estudios, abarcar todos los temas y contenidos del mismo, para lograr que los alumnos desarrollen las aptitudes y adquieran las competencias planteadas al inicio del curso. Pero siempre poniendo énfasis en que debe respetarse la libertad de innovar dentro del aula, con la responsabilidad de, en el ejercicio de la libre cátedra, cumplir con lo que la Institución educativa exige que aprendan nuestros estudiantes.
En una época donde el ruido (televisión, consolas de juego, internet, redes sociales, blogs, videos, potcadst, reels, Whatsapp y demás distractores, que se suman a la lista de los que, tradicionalmente tuvimos nosotros mismos) compite deslealmente contra la escuela y sus agentes educativos, los maestros tenemos que convertirnos en creadores de contenidos amenos pero con valioso contenido, debemos ser capaces de elaborar ejercicios novedosos, que generen en los alumnos el interés de formar nuevos hábitos y adquirir habilidades útiles para su vida profesional y personal. Material que les permitas ser, no sólo más competentes, sino más felices y unos mejores seres humanos. Que prueben cosas distintas en el aula, que les brinde la posibilidad de crear un mejor proyecto de vida.
“Las escuelas matan la creatividad”, dice Ken Robinson y no puede ser de otra forma. Nuevos sistemas educativos, como el que se plantea desde 2019, se basa en escenarios futuros, que son inciertos y quizá nunca lleguen a convertirse en realidad.
Nuestras autoridades educativas quieren inventar el hilo negro y cometen horrores legislativos, como el de permitir a estudiantes de escuelas públicas a titularse de forma automática, si consiguen un 7 de calificación (“brillantes” decisiones que solo promueven la mediocridad en la gente, que no tendrá ya que esforzarse por nada. Un pueblo de conformistas y mediocres). Y en el camino, vemos como el camino va curveando a matar la creatividad, en aras de conseguir un puntaje mínimo para obtener un título profesional, sin tener que recurrir al deleznable y condenable plagio de trabajos de investigación para conseguir un Título profesional.
De nada sirve un cúmulo de conocimientos (cada vez menor, por desgracia), cierta habilidad aprendida como una receta de cocina y actuar con valores si, en un caso concreto de la vida laboral futura, la persona no es capaz de plantear soluciones innovadoras a problemas que quizá existen, porque se busca resolverlos igual que aquellos que fallaron en su intento antes que ellos.
El joven debe perder el miedo a arriesgarse, a inventar, a plasmar su visión de vida, a desarrollar su lado creativo y, para esto, los docentes tenemos que ser, también, creativos en las actividades e interrelación en el aula con ellos. Una tarea muy complicada, en el contexto actual, donde el formato importa, a veces, más que su contenido.
Como conclusión:
Hay mucho que aprender para ser un mejor docente; cuestiones que van más allá de la terminología rebuscada o los saberes pedagógicos. Hay que conocer las normas que rigen a los servidores públicos (eso somos los docentes, brindando el servicio educativo); las normas de disciplina del propio plantel, las responsabilidades laborales, penales y administrativas que derivan de nuestro trabajo, cuando lo hacemos mal (la ignorancia de la ley, no te exime de responsabilidad); pero también, la la exigencia personal para ser creativos al dar nuestra clase, al elaborar nuestras secuencias didácticas, material de enseñanza y dinámicas para el aprendizaje significativo; así como el encuadre.
Todo ello, para incentivar a los alumnos a ser creativos e innovadores, en aras de una mejor educación y un mejor futuro para todos.